No hay mejor escuela para aprender a vivir, que la propia
naturaleza que nos rodea.
Fuimos una semilla del fruto que algún árbol depositó en
la tierra.
Durante nuestro desarrollo, alguna rama de aquel árbol ha
sido quizá también, cuando nos torcíamos, tutor de nuestro tronco en crecimiento
y nos ha dado cobijo a su sombra si nuestro follaje no era suficiente y
teníamos la suerte de tenerlo cerca.
Ese árbol también había sido semilla que traía en su
interior, una información básica para su crecimiento: Debía hundir sus raíces para
alimentarse, tomar de la tierra, el sol, el agua, el clima y el viento, lo que
precisara y así, poder desarrollar su fortaleza, su forma.
Durante ese proceso, se alimentaría de lo que le proporcionara
y encontrara a su suerte en el entorno. De esa tierra que estaba forjada por
hojas y ramas de otros árboles, de los minerales que se encontraba en el
terreno, del agua.
Su sabia se debía convertir en el torrente que no sólo le
daría de comer, también le ayudaría a desarrollar y alimentar sus frutos y sería
su propia esencia, la del árbol, la que debería dejar esa información básica en
sus frutos, atesorada en esas futuras semillas. Tal como él la había recibido.
No tuvo una escuela para ser árbol, ningún árbol la
tiene. Fue también para él, su escuela, la propia naturaleza que le rodeaba.